No hubo dimisión. Fue un órdago que Adolfo Arenas perdió.
Y tampoco hubo elección del pregonero. Elegir es tener la opción de escoger entre varias opciones que se plantean en pie de igualdad. Los consejeros pudieron votar, depositar su papeleta, discutir, pero no tenían la opción de elegir. El nombre del pregonero ya venía recetado: éste. ¿Y aquel y el otro? No. También venía en la receta. En este caso se han roto las reglas del juego. En una partida de ajedrez, uno no puede decidir de manera unilateral que la torre se va a mover en diagonal por el tablero. Y si el jugador toma esa decisión deberá asumir que su compañero de juego también quiera cambiar las reglas.
Ha sido todo muy triste. Entendiendo el malestar del Arzobispo, hombre criado en la discreción, también hay que entender el papel de Adolfo Arenas que haciendo un equilibrio, al querer ser leal al pastor y al mismo tiempo, a la institución a la que representa, se ha caído al vacío. Los cuatro años y pico que ha gobernado el Consejo han sido importantísimos. En su día se le reconocerá. Pero su último acto no le ha salido bien. Decidió inmolarse con agua. Y el agua que se echó resultó que era gasolina.

(Información de Pasión en Sevilla)
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